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  • Foto del escritorNicolas Di Bartolo

"LU"


Su hermano la llamó para darle la noticia. Mercedes agonizaba, el Alzheimer había socavado en lo más profundo de su mente y acabó con lo que quedaba de aquella mujer que biológicamente era su madre, pero ya no significaba nada en la vida de Lu, o, mejor dicho, representaba todo lo malo que había vivido. Años de terapia y antidepresivos habían ayudado a escapar del hoyo negro de Mercedes y allí estaba, con el celular apoyado en su oído, escuchando a su hermano rogándole que vaya a despedirse de mamá, explicándole que en sus últimos momentos de lucidez había preguntado por ella. MAMÁ la llamaba, como si se hubiese olvidado de las cosas que le había hecho. Lu colgó el teléfono con rabia, odiaba la situación en la que se encontraba. ¿Por qué no la llamó para avisarle que había muerto y ya? Nuevamente volvía a sentirse presionada por aquella mujer, como cuando era niña y su madre la hacía sentir gorda por estar excedida de peso. Claro, para Mercedes era un chiste “A mi hija le gusta comer, ¡Vamos a tener que comprarle camisones si sigue así!”, “A este paso mi hija va a ser una solterona gorda”. Perdón por no ser una reina de belleza como hubieses querido. Pero sabes, aquellos comentarios me destruían por dentro, me hacían sentir fea, gorda y triste. No eran mis compañeros de clase, o algún chico que se quería divertir a mis espaldas, era mi propia madre, quien debía protegerme.

Los días pasaron, Lu repasaba, qué debía hacer con el tema Mercedes, nuevamente volvía a pensar en ella, nuevamente volvía a mirar con deseo los antidepresivos, nuevamente rondaba en su cabeza la palabra prohibida que su psiquiatra había ayudado a extirpar. Una vez más, Mercedes volvía a ser la protagonista de su vida. Pero un pensamiento comenzó a tomar fuerza en su cabeza, no podía dejarla partir sin decirle todo lo que había guardado por años, para mostrarle en la persona que se había convertido, debía confesarle que sus desprecios habían arruinado gran parte de su vida, pero que, aun así, había salido adelante, la había superado y ya no tenía poder sobre ella. Lu se subió al auto y comenzó a conducir hacia el hospital. El viaje era largo, pero tendría tiempo de repasar para no olvidarse ningún detalle. Jamás nada de lo que hizo fue suficiente para ella, si tenía buenas calificaciones, Mercedes se disgustaba por no haber llegado al diez, frustró su amor por la pintura, según ella, no tenía el talento de los grandes. No quería una madre complaciente que pondere cada cosa que hacía, solo quería una madre que la ame y esté orgullosa de ella por quien era. Con cada intento de agradar, se sentía más y más humillada y cuando por fin fue un despojo de ser humano y su autoestima rondaba el piso, fue entonces cuando Mercedes cerró la tapa y clavó el último clavo. El día que por fin se enteró que su única hija prefería su mismo sexo “No se por que diablos te tuve, ¡Fuiste mi más grande error, maldita degenerada!”, con esas simples palabras me destrozaste el alma, acabaste con el último ápice de amor que podía sentir por ti. Ese fue el día que me fui de casa y no volví a verte, ¿Y ahora en un momento de lucidez preguntas por mí?, ¿Qué fue lo que te falto decirme?, Qué mierda quieres.

Lu llegó al hospital y preguntó por Mercedes Lisboa. Habitación 104, piso 4, internación, respondió la recepcionista. Lu se dirigió a la habitación, un nudo en la garganta dificultaba su respiración. Recordó como le costó rehacer su vida luego de escaparse de su casa. Por muchos años se sintió una sombra de la mujer que fue su madre. No era merecedora de ser amada, una vocecita en su cabeza le susurraba “Gorda, inútil, jamás tendrás el talento de los grandes, jamás te amarán, DEGENERADA”, aun hoy en día seguía soltera, con cuarenta y cuatro años, pero dentro de todo era feliz, se permitía serlo. Al llegar a la puerta de la habitación había un médico, le informó que la mujer había fallecido hacía un par de minutos, que ni siquiera pudieron llamar a su hijo. Lu pidió despedirse de su madre y el médico accedió. Al entrar, observó a una pequeña anciana con el rostro triste y avejentado, los brazos arrugados y dedos delgados y doblados. Había muerto sola y desvalida, eso se lo había ganado con creces. Una sensación extraña invadió el pecho de Lu, no era rencor, no era enojo o alegría porque la mujer que arruinó su vida yacía exánime en aquella cama de hospital. Mucho más profundo y oculto, Lu mantenía la inexorable ilusión que su madre quería el perdón. Tenía la vaga esperanza que, al entrar, Mercedes iba a recobrar la cordura mágicamente y le pediría perdón por todo lo que le había hecho sufrir en su vida. Y aún sin perdonarla, Lu sentiría aquella redención por parte de la anciana que tenía frente a ella. Pero eso no sucedió, tampoco el poder desquitarse en el lecho de muerte de todas las cosas que le había hecho sentir por ser quien era, por las decisiones que había tomado y que finalmente la viera como realmente era. Sin obtener lo uno o lo otro, Lu, que ya no era aquella niña desdichada, a la que tendrían que comprar camisones, luego de extensos tratamientos, una cirugía y sobre todo aceptación, al fin se había convertido en el hombre fuerte y adulto que, con lágrimas rodando por sus mejillas, besó a su madre en la frente y se despidió para siempre…

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